Un día
como hoy de 1928 nacía en la ciudad argentina de Rosario Ernesto Che Guevara.
Podría vivir todavía y ser un viejecito de 92 años, pero tuvo la suerte de morir a los 39 años y se hizo inmortal.
No creo
que haya habido ninguna persona de quien se haya poetizado más su vida y su
muerte. Le dedicaron poemas: Lezama Lima, Julio Cortázar, Eliseo Diego, León
Felipe, Nicolás Guillén, Cintio Vitier, Vicente Aleixandre, Mario Benedetti,
Gabriel Celaya, Idea Vilariño, Juan Gelman, Pablo Neruda, José Saramago, Juan
Rulfo...y Fina García-Marruz, cuyo poema "En la muerte de Ernesto Che
Guevara" he elegido para hoy.
Fina
García-Marruz (La Habana, 1923) es la última poeta con vida del extraordinario
grupo aglutinado por Lezama Lima en torno a la revista Orígenes.
El
paralelismo entre Jesucristo y el Che es el fundamento del poema.
Recordamos
como la fotografía del Che muerto con el torso desnudo fue asociada por la juventud de entonces con la imagen de
Cristo crucificado, que redime con su muerte a la humanidad. El poema es el
desarrollo de este paralelismo en otros
muchos aspectos.
Quienes
que fueron cristian@s de niñ@s y comunistas de mayores entenderán esto muy
bien..
(Selección
del poema e introducción de Carlos Nuño)
En la muerte de Ernesto Che Guevara
Entonces dirá el Rey a los que están a su derecha: Venid, benditos de mi
Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo,
porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber,
fui huésped y me recogisteis,
desnudo y me cubristeis, enfermo y me visitasteis, estuve en la cárcel y
vinisteis a mí.
Entonces los justos me responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento
y te sustentamos? ¿O sediento y te dimos de beber?
¿Y cuándo te vimos huésped, y te recogimos? ¿O desnudo, y te cubrimos?
¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a tí?
Y respondiendo el Rey les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo
hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis.
San Mateo, 25,34-40.
Recuerdo
su voz velada sin alarde
después
de la batalla de Santa Clara.
Parco,
suave, inflexible. Provocaba el respeto,
no el
amor.
Cuando
bajó de la Sierra por pertrechos víveres, el jefe de la fábrica le ofreció su
cama mullida.
“Yo no
puedo dormir sobre un colchón mientras mis soldados tiritan allá arriba”, dijo.
Dividió
así a los hombres en dos bandos: los
que
pueden dormir sobre un colchón mientras los otros padecen
y los
que no pueden hacerlo. Solo esto sabía,
y por
eso, hablaba poco.
De un
soplo de humo irónico de su tabaco aspirado, confidente de campo,
borraba todas las consignas de la poesía
comprometida.
Hombres
comprometidos quería, guerreros silenciosos.
En los
congresos, alojados en hoteles de lujo,
discutían,
comían, gentes de toda traza, hirsutos a posteriori, rebeldes de la
indumentaria,
guerrilleros de la sobremesa, firmantes de la
valiente proclama escrita en país ya liberado,
desde luego, por otros. Pero en el silencio
del valle, solo unos pocos hombres.
Solos, muertos sin nombre,
raíces
de la ceiba.
Las
palabras no eran tu fuerte. Cuando dijiste que era preciso convertirse en una
fría
maquinado
matar, retrocedimos espantados.
El
respeto se convirtió en recelo; todo se
volvió
aún más confuso.
Te
recordé, sermón nuestro de la montaña, piedra de fundación, acta de
Montecristi,
donde
la respuesta al enemigo brutal no fue el odio que nos hace semejantes a él sino
el amor.
no la
oscura venganza sino la alta justicia,
serenamente
armada,
pues
así como el templo en la montaña,
el amor
ha de estar en la cima del monte.
Te
guardaba rencor por no poder seguirte,
por no
abrazar tu causa, que era la más segura, puesto que era la causa de los más
desdichados.
El
ungüento derramado a sus pies era el que había que dar a los pobres, no otro.
Una
cosa o la otra, y no las dos a un tiempo, o aquí o allí, o con Él o con
nosotros, o lo niegas o quedas fuera del proceso, al margen de la marcha.
confundido
con los malhechores, como Él
estuvo
confundido con malhechores, y
aún
indignos de esto,
a cara o
cruz; sobre sus vestiduras echaron suertes,
al pie
de la cruz la apuesta de los soldados: uno gana. otro pierde,
o Él o
nosotros, ese trueque imposible, ese planteamiento feroz, esa desgarradura, en
nombre de los suyos, borrarlo de los vivos. poner en su cabeza
el
rótulo de una causa que no era aquella por la que estaba muriendo en el madero.
Entonces
llegó la noticia. Los cables anunciando tu muerte en un encuentro oscuro, en un
rincón del bosque americano.
Entonces
llegaron las borrosas fotografías, temblando sobre el periódico, en que tantas
veces había aparecido ese rostro en su firmeza.
No era
la muerte a pleno sol, la muerte del guerrero rodeado de su tierra y sus
hombres, a quien rapta la gloria,
no era
la plenitud del coraje, cuando e! avión amenaza y se puede recordar todavía un
cuento de Jack London,
sino la
muerte sórdida, la soledad implacable del cuarto en que solo se espera ser
ultimado,
y lo
más terrible no es la propia muerte, sino afrontar lo escueto de esas paredes,
las frías caras asesinas.
Entonces
vimos la foto increíble: los ojos estaban semiabiertos entre la muerte y la
vida, indefenso como un convaleciente,
el
torso inclinado, el pecho levemente hundido, musitaban palabras conmovedoras,
desarmadas, que convencían.
Recordaba
uno de esos descendimientos entrevistos en algún lienzo olvidado:
Cristo
bajado de la cruz. sostenido por las piadosas mujeres,
la
misma lividez lunar de muerte, el mismo despojo de las ropas del dejado a puro
pecho.
el
mismo desconocimiento de los suyos, el mismo reconocer cuando ya no hay tiempo
y ha partido.
Remóntate,
melodía del corazón, a los valles de Calchaquíes y los Andes, salta, bicicleta
agreste, los pedruscos, los caminos de Mendoza y de Salta, Jujuy, La Rioja.
Mira a
estos jóvenes estudiantes con cara de polizontes, recorrer palmo a palmo la
tierra americana,
en
barco mercante, en lancha, a pie, en tren en marcha huyendo.
Míralos
realizar todos los oficios del hombre,
transportadores
de mercancías, hombrea-dores de balsas, fregadores de platos,
disfrazados
de aventureros, de deportistas. de mendigos,
mira al
mayor de fotógrafo ambulante en México,
fijando
en la placa implacable los rostros más humildes, los anónimos rostros de su
pueblo.
Mira al
menudo negociante que en realidad estaba reconociendo la tierra y los hombres
por los que iba a morir.
Habrá
que creer si los leprosos construyen la balsa para recorrer el Amazonas y
llegar a Leticia.
Habrá
que creer en el destino de aquel a quien los leprosos construyeron la balsa.
Los que
nadie quiere tocar, puede tocar, sin hacerse uno de ellos.
Por una
vez recibieron no la compasión sino el juego y la risa que distrae en la
miseria.
Habrá
que creer en el impulsado por la barca que construyeron los pobres.
Habrá
que creer en aquel que no cuenta sino con las bendiciones de los pobres para
emprender un azaroso viaje.
Habrá
que creer en el viaje, si solo los llagados estaban en la orilla para decir
adiós.
¡Avanza,
pequeña balsa, por los ríos americanos! ¡Sean benignos, aires!
Signo
del que porta un dios: no ser reconocido. Ah cena de Enmaús! Ah vergüenza. Ah,
ofuscadora vida!
Rotos
de Chile, cholos de Perú, indios que avanzan con la casa a cuestas, niños que
parecen ya ancianos,
ni la
bien ganada paz, ni siquiera el rostro de la gloría, hubiera podido hacerle
olvidar vuestros rostros.
Ah
soledad de la selva que anonada y distancia los primeros propósitos, las bellas
arengas que en la paz exaltaron,
cuando
el insecto más pequeño que penetra en la oreja oscurece de pronto el mismo sol
de la justicia!
Ese
silencio era el de la agonía.
Este
oficio flojo de escribir, este pasar la vida toda por el pulso, más batiente
que el corazón, de la mano auscultadora!
Cesó de
oírse el latido distante.
El oro
centelleó, callaron las palabras.
El
nombre que musita en silencio el corazón de cada cosa, donde ella se distingue
de las otras y es reconocida,
las
palabras que no eran palabras sino el secreto mismo de la vida,
callaron
avergonzadas, como la madre hace
callar
al pequeño en el día de duelo.
Así el
rayo interrumpe la conversación apacible y deja ver en las nubes un fragmento
de la verdad, una claridad desgarrada que enseguida huye.
Todos
sabían lo que había que hacer, pero el llamado era de una dureza irresistible.
Nadie
podía llegar a esa raíz en que están solos el sufrimiento y la cólera, el amor
indefenso y el sacrificio.
las
raíces del dolor que son las mismas raíces de la gloría.
Dulce
cosa es el amor, la voz del hijo pequeño cuando pregunta, los cálidos hogares a
la hora en que humea el fogón y empiezan a encenderse las primeras luces.
Despedirse
es morir. Pésese en el diamante la estatura de ese adiós.
Vasto
es el pecho del que parte a compartir la suerte de los más desamparados
y a
quien desamparar el propio hogar lacera solamente “una parte” de su espíritu.
Véanse
los retratos de familia, el destino que le estaba preparado.
Un
profesional, un médico honorable, que muere sin enemigos, en su casa rodeada
del respeto de todos.
Míreselo
hundir las botas en el fango, entrar a las entrañas de la res, lo real, escoger
lo más arduo.
Ver
morir a los mejores, los más limpios hundidos en la hez y el hedor
insoportables.
Duro es
escoger, frente a la inocencia que no se mancha, la inocencia que se mancha.
Más
duro que morir, ser puro y soportar darle la muerte a otros.
Duro es
el amor, la piedad fácil. Duro herir por amor. ¡Ah pecho de los fuertes!
La
“fría máquina de matar”, anotaba con letra menuda los cumpleaños de sus amigos
en el diario de guerra.
La
“fría máquina de matar”, que no disparó a los dos soldados enemigos porque
estaban dormidos, y un hombre dormido es como un niño.
La
“fría máquina de matar” a quien cogieron los matadores diciéndose: “está vivo”.
La
“fría máquina de matar” a quien iban a matar allí, y estaba desarmado,
ardiente, solo!
Detente,
órgano que resuenas en los bosques y en los sacros umbrales!
Todavía
queda un poco de tiempo, una gracia es concedida siempre al condenado.
Míralo
hablar con la maestrica del pueblo de Ñancahuazú.
Míralo
tratar de la correcta acentuación de algunas palabras.
Míralo
prestarse a la ficción del que cuenta aún con el tiempo,
un poco
divertido de su propio coraje,
con
recato de gaucho bravo que da una flor,
con esa
última elegancia que se acendra de no ser observada,
que da
la sonrisa más fina para el lugar más solitario.
Altamente
conmueve
recordar
que pensó en el cuarto horrendo
en las
escuelitas de Cuba, Cuba, Cuba,
donde a
esa hora estarían aprendiendo los hijos.
No lo
olvides, rasgueo solitario de las cuerdas!
Mécelo,
palma! Sílbalo tú, sinsonte!
No te
reconocimos, pequeño Condotieri. Segundo Sombra altivo, Quijote americano.
Otro
nombre te diste también: el hijo pródigo.
Acaso
abandonaste la familia carnal como también la sombra de la casa del Padre.
Acaso
quisiste despojarte de todo para asumir al hombre en toda su miseria.
Ni
siquiera la fe, ni siquiera la belleza, solo el total expolio de los que ni
esto tienen.
De
nuevo sobre el costillar de Rocinante, con el paso más grave y el pulmón ya
cansado.
No
recordamos que la segunda salida era la de la muerte.
Has
puesto a todo el mundo en trance de pedir excusas, de preguntarse el pecho.
Queremos
ser como tú, dicen el escolar ingenuo y el involuntario cínico.
iSer
como tú. y después el cine, la cama, la cafetería!
Balas
de letras dan a tus matadores.
Se
envalentonan en verso libre.
Profieren
amenazas desde la butaca, la cogen con los otros, echan cortinas de humo.
Porque
en realidad nadie quiere verse en el espejo.
Porque
ya no se puede aguantar ni la propia literatura.
Porque
ya nadie puede creer que estaba engañado.
Porque
no se puede soportar la firmeza de tu rostro.
Sinceros
sin embargo han sido todos los cantos, todas las lágrimas.
Después
de todo pediste ese sudario.
Pero un
poco más de recato, lectores de Baudelaire,
hipócritas
autores, mis semejantes, mis hermanos,
más
recato, dolientes, indignados, multitud aclamante,
que
alguna parte nos toca en esta muerte,
y en
toda frente está grabado:
si
hubiéramos tenido allí no más de veinte hombres!
Otras
voces oíamos entre tanto morían y morías.
No era
solo el coraje imposible. Era el alma distinta.
La
elección misteriosa que no hace la voluntad.
Hay
otra ordenación secreta, otro llamado,
otros
incomprendidos obradores.
No
queremos hacernos fuertes frente a la nada,
sino
débiles frente a la plenitud de los cielos y la tierra,
cantando
el “Llenos están”. Tiene el amor distintas vías.
Limpia
de nuevo al mundo la justiciera cólera, y el rocío que vuelve.
Es
igual al tajo de la espada del guerrera un niño que juega solitario.
Está
rezando el verde. El azul más radiante ha ganado una batalla.
Tú que
nos enseñaste a orar como se enseña a una criatura,
no
dijiste “señor de los ejércitos” sino tan solo Padre, esa palabra en que está
toda la confianza y todo el desamparo.
No es
lo nuestro la incesante batalla que cada siglo renueva sus actores.
No es
lo nuestro cortar los retoños podridos que la raíz renueva.
No es
el lecho mullido lo que hemos buscado fría o ardientemente en la sombra.
No me
preciaré de valiente. Solo me precio de haberte amado un poco.
De
estar en medio de este inmenso malentendido avergonzados como culpables.
Que
todo sea posible menos olvidar que testimoniaste el amor frente al espanto.
Acaso
sea una misma la fe que hace pensar que las pobres guerrillas
podrán
más que el imperio más fuerte de la tierra,
y esta
desvalida esperanza que se enfrenta a la fuerza de los hechos,
a las
atronadoras evidencias de la tumba,
creyendo
que el amor podrá más que la muerte.
Acaso
pueda un día una misma consigna
reunimos
bajo el que hizo los cielos y la tierra:
Los
sepulcros se abrieron. David venció al gigante.
Se
están moviendo las montañas.
Nos
sospecharán, unos y otros. Hemos perdido y hemos ganado en otra
batalla.
Sea lo
más verdadero lo más alto. Sea lo más cierto la más fantástica esperanza.
Sea la
inerme inocencia gloriada. Obren las manos clavadas, que no pueden. Muchas
cosas no nos son permitidas, perdónennos.
Déjennos
solos, sin noticias, al lado de los
que no
han de ser aplaudidos,
los que
no saben nada a ciencia cierta, los que no están seguros de sí mismos y temen
no acertar,
los que
no se sienten inocentes sino culpables.
los que
reciben todas las burlas,
los que
siguen a uno que no podrá darles nada en este mundo, los “pequeños que creen en
mí” de que habló Cristo.
Impureza
grande, justificamos a nosotros mismos!
Defienda
nuestra causa el día que pasa.
La hora
en que no supimos qué decir y callamos confundidos.
La
posición más incómoda puede volverse confortable.
Callemos,
que las piedras han comenzado a hablar.
Se oirá
lo que dice en su cátedra de diamante.
Algunos
que no me dijeron “señor, señor” serán llamados hijos en él último día.
¿Y si
fuéramos vomitados de su boca?
De
pronto empezó a acuchillar una yegua en la impotencia de la selva.
Nadie
tiene más amor que el que da su vida por sus amigos.
Dijo
que fusilaran al hombre, no le tembló la mano.
Hipócrita!
¿No salvarías al cabrito que se cayó en un pozo por respetar el Sábado?
El de
la foto se parece más al Crucificado.
Malco!
Malco! Guarda la espada, Pedro. Lo nuestro no es vencer,
sino
morir, rogar, sanar a Malco!
Las
estadísticas están dando aullidos. Millones se están muriendo de hambre.
Los que
no compartimos todas tus palabras, compartimos de pronto tu silencio.
Algo
nos fue dicho arrasadoramente mientras descendías al polvo, porque de pronto
estábamos llorando.
De
pronto aquel desconocido me traía el alma volteada, como el que comparece en un
juicio.
Yo me
embrollaba en razones, me disculpaba atropelladamente, mientras los ojos de la
foto callaban.
Ahora
pienso qué significa que haya acabado por recordar todas Tus palabras en la
muerte de uno que no fue tu amigo,
por qué
este juicio, este treno, esta oración por otro, han acabado siendo un responso
por nuestra propia alma.
Fina García-Marruz (1923 - )
FOTOGRAFÏAS: Marc Hutten
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